domingo, 16 de junio de 2013

La Perdiz, Los Maquis y el Molino Bartolo. Parte I

LA PERDIZ, LOS MAQUIS Y EL MOLINO BARTOLO.

   ¿Qué extraña relación puede surgir entre la caza de la perdiz con reclamo, los maquis y el Molino Bartolo? A veces el azar hace surgir raras asociaciones que, bien por lo que tienen de especial o bien por aparecer en un momento de la vida especialmente susceptibles de dejar improntas, como es la infancia, se quedan gravadas de tal forma en el disco duro de la memoria que es imposible, durante mucho, muchísimo tiempo, evocar la imagen de una cosa sin que, inevitablemente, surja la imagen de la o las otras.
  Y así me sucede con estas tres desde hace cerca de sesenta años. Pero vamos al grano, que es de trigo.
  Mi padre, Don Araceli, había llegado a Paracuellos, su primer destino como Practicante Titular de A.P.D. del Partido Médico de Almodóvar del Pinar, que agrupaba los Ayuntamientos de Almodóvar y Paracuellos de la Vega, y las aldeas de Huércemes y Casas Nuevas, más algún caserío aislado pertenecientes a estos Municipios, como las Casas de Don Diego, y los Molinos de Rives, Bartolo y Castaño. Esto ocurrió a principios del año 1948. Y allí permaneció hasta el verano de 1965.


LA PERDIZ.
   Mi padre, aparte de otras consideraciones, y por lo que viene al caso, era un buen aficionado a la caza y, entre otras modalidades, a la caza de la perdiz con reclamo. En mi casa, desde que recuerdo y hasta que ya muy mayor, dejó de cazar, siempre hubo algún jaulón y varias jaulas con su perdigón, y el correche-correche fue música habitual en mi casa. Aunque a la gente joven le parezca inconcebible, las jaulas no tenían wifi, ni mp4 ni mando a distancia, y los pájaros cantaban cuando les salía del pico. Y si te cansabas de oírlos no pulsabas el OF, sino que les echabas por encima un trapo o “la sayota”.
   Cuando llegaba la época de la caza del reclamo, a principio de año, cuando el celo del “campo” hacía que los machos acudiesen a defender su territorio del que creían un intruso, mi padre se echaba a la espalda una jaula con un macho, la escopeta al hombro, una gabardina vieja por encima y, chano-chano, cogía camino de algún paraje donde sabía que podría, si la tarde era propicia, hacer una pequeña percha de perdices que, a la postre, ayudaría a llenar la olla de la casa, y la de algún vecino que otro si se terciaba. Que hoy por ti, mañana por mí, y en mi casa nunca faltaron patatas, judías, garbanzos ni nada de lo que daban el campo y la vega de Paracuellos. Y no fueron pocas las veces que yo comía las habichuelas con trigo que hacía la Daniela de Juan Pablo, o lo que hubiera ese día en casa de la Apolonia de Hilario, de la Anastasia, de Boni o de cualquier vecino, sin quitar a ninguno.

Preparando el puesto.
   Acostumbraba mi padre llevarme algunas tardes con él al “puesto”, donde mi casi única preocupación, aparte de la emoción de oir canta al campo y al reclamo, era combatir el frió de las tardes de Febrero y, sobre todo…!aguantar las ganas de toser  que entraban en los momentos más inoportunos!
   Fue en una de esas tarde, cuando ya el sol invernizo se acercaba al horizonte  y había que subir el cuello de la vieja gabardina, que mi padre me indicó con un gesto que mirase a través de la boquilla. Pero no al reclamo, sino hacia un recodo de camino que se divisaba desde allí, y que pasaba por el borde del legío donde mi padre había hecho el puesto.
  Por el hueco del que acababa de retirar la escopeta pude ver que por el camino se acercaban, a paso vivo, como si quisiesen llegar a su destino antes de que anocheciera, dos hombres, protegiéndose del frío con unas mantas muleras sobre los hombros. Me mandó guardar silencio con un dedo sobre los labios y en voz muy baja, apenas un susurro, me dijo:

- Son los maquis (1).

   En silencio seguimos mirando y el corazón empezó a acelerarse cuando nos dimos cuenta de que, al llegar al punto más próximo a nosotros, se pararon, miraron hacia las matas, cruzaron dos palabras y uno de ellos se dirigió recto hacia el puesto.
   Mi padre, al verle acercarse, muy despacio, se levantó y, cogiéndome de la manga, me hizo ponerme de pié y salimos del puesto. Al acercarse pude distinguir a un hombre de edad indefinible, la misma piel curtida por el sol y el frío que yo veía todos los días en todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Los mismos pantalones de pana desgastada y con algún remiendo, abarcas con unos calcetines de lana gruesa, boina hasta los ojos, de mirar como desconfiado, barba de varios días y…
 - A las buenas tardes..
 - Buenas tardes, respondió mi padre. Va la tarde fresca… o algo así.
 - Se ha dao bien? Hemos oído tres tiros.
 - Ha vuelto frío y está el campo un poco flojo.
 - Ya ¿Tiene usté un par de cigarros?
   Mi padre se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó el mechero y un paquete de “Ideales” casi entero que me había mandado a comprar a la tienda de Heraclio antes de salir del pueblo, le ofreció uno al desconocido y se puso otro en los labios. Golpe con la palma de la mano al chisquero, y le ofreció fuego al hombre y después prendió el suyo. 
- Quédese el paquete. El chico y yo volvemos pal pueblo.
- Se agradece.
  Y entonces hizo algo que me llamó la atención. Ya había guardado el paquete en el bolsillo. Volvió a meter la mano, saco de nuevo el paquete, tomó un cigarro y se lo alargó a mi padre.
- Pal camino.
- Gracias.
  Y de nuevo algo que entonces me pareció un gesto de simpatía y que tiempo después creo verle algo así como que expresaba al mismo tiempo
saludo y advertencia. Me miró y acercó su mano a un güacho aterido y una mieja asustado, inició una media sonrisa y me revolvió el pelo. Sin decirme nada.
Volvió a mirar a mi padre.
- Queden ustedes con Dios. Ah!.. y no nos hemos visto.
- Descuiden. Y vayan con Dios.
   Se dio media vuelta, echó a andar, se reunió con su compañero, le dio un cigarro que prendió con su colilla, saludaron levantando la mano y al poco dejamos de verlos tras la primera revuelta del camino.
  Sin decir ni media palabra le puso la sayota al macho, que estaba callado desde que oyó acercarse al hombre. Recogimos los tres pájaros muertos, se puso la jaula a la espalda, la escopeta, tapándolas con la gabardina e iniciamos el regreso al pueblo.
 - De esto chitón. A nadie.
 - Si, padre.
   Y de hecho, es la primera vez que cuento esto a alguien. O me lo cuento yo, no lo sé.


** Esto que acabo de contar ocurrió en febrero/marzo de 1955.

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