viernes, 30 de marzo de 2018

DUERMEVELA JUNTO AL FUEGO

Ensoñaciones de un señor mayor...

El duende de la llama…
Hombre, fuego y gorrión…
El hombre mantenía los ojos entrecerrados.
  El hombre soñaba su duermevela hundido en el desgastado sillón, desgastado y acogedor, junto a la chimenea.
  Y el hombre, a través del semivelado cristal, entreveía, vislumbraba la danza inquieta de las llamas.
  Y entre las inquietas, juguetonas y acariciantes llamas asomaba su cara, picaresca y burlona, el duende de la llama. O, quizás sería mejor decir, el duende del calor. Allí donde haya combustible, donde haya una chispa de calor, donde se esconda la mínima calidez, allí, invisible, acechando dispuesto a saltar sobre quien le da sentido a su existencia, es su razón de ser, allí hay un duende.



¿Quién ha dicho que los duendes no existen, que solo son el fruto de la fantasía calenturienta del escritor? Llevan muchos años, siglos, jugando con los hombres. Les hacen sentir un ligero soplo en la nuca cuando esperan la noche junto al fuego, atizando las últimas ascuas del rescoldo, justo unos momentos antes de irse a la cama. Y allí les hacen removerse inquietos hasta que el frio en la cara les dice que se vayan y dejan a su atormentado huésped sumirse en agitado sueño.
  El hombre que vuelve del campo, cuerpo cansado y andar lento, acariciado por los rojizos rayos del sol que a punto está de esconderse, luego de darle el último beso, tras el horizonte, siente, en ese pequeño, mínimo instante, un ligero estremecimiento que le hace volver la cabeza. Allí no hay nada, excepto el sorprendido vuelo de algún sisón rezagado y un postrer rayo que lleva un poco de color a sus ojos y de calor a su adormecido corazón. ¿Un duende?
O en el cálido mediodía de verano, cuando el adormecedor sonsonete de la chicharra invita a buscar la reconfortante sombra
.
 Pueden los duendes tomar formas caprichosas y variadas. Una flor, un cuadro, un recuerdo, una persona, otro recuerdo… ¿acaso muchas veces no nos hemos sorprendido con la añoranza de algo que, mucho tiempo después de ocurrido y semienterrado en la memoria, vuelve, se enreda, se aferra con fuerza y nos hace revivir lo que fue, lo que pudo ser y no fue, lo que habría sido si… Y junta, funde, confunde hasta hacer de la suma de las partes un todo donde es difícil, imposible, distinguir los hechos de los sueños, la realidad de los anhelos, el fue del pudo ser…
  Los duendes se alimentan de los sueños, las emociones, los anhelos. Viven de los secretos más profundos y las ilusiones más íntimas de los hombres.
  Pero no son vampiros que solamente se alimentan de sus víctimas, dejándolas exhaustas e indefensas. Quieren ser justos y dar tanto como reciben. Si necesitan sueños, pagan con sueños. Si se nutren de emociones, pagan con ilusiones, y satisfacen sus anhelos colmando a su víctima (¿o debería decir a aquellos a los que benefician?) de mayores anhelos. Tratan de convertir esa relación en un mutuo beneficio. Otra cosa es cómo termina esa historia.
  El hombre lo vio por vez primera uno de esos días de romero y tomillo del mes de mayo. No lo reconoció entonces. No estaba solo, en esa situación en que es más fácil mirar hacia dentro, sentirse, notar el cosquilleo que te lía en sus dedos, te enreda en su ovillo y te deja el regusto de algo inacabado, a medias, como un pequeño sorbo de agua que, en vez de quitarte la sed, te invita a apurar el refrescante trago hasta la última gota.
  No lo vio, no lo reconoció. Ahora, haciendo memoria, recuerda, cree recordar, tal vez sueña, que todo a su alrededor desapareció. Sus ojos estaban enredados en otros ojos, sus dedos deseaban enredarse en otros dedos, en rizos desordenados. Resbalaban por la cara, por la boca que emitía sonidos no oídos; los ojos acariciaban, esforzándose en evitarlo, temiendo ser cogidos en falta, la línea suave del cuello, al que una camiseta descuidadamente holgada dejaba convertido en largo, infinito, pozo fresco donde saciar una sed de siglos. Tal vez fue así o tal vez así lo sueña, así lo recuerda. Recuerdo, sueño, anhelo… ¿cuál es la sutil diferencia cuando es la obra de un duende?


  Los duendes son… duendes. Es su naturaleza... ¡Qué le vamos a hacer!
  Parece que está en ella, su naturaleza, el ser imprevisibles, caprichosos, juguetones… sobre todo, juguetones.
  Juegan con las imágenes del sueño. Juegan con las palabras. Juegan con las emociones. Y juegan con el tiempo. Sobre todo juegan con el tiempo. En eso son maestros indiscutibles. ¿Quién no lo ha experimentado alguna vez? El tiempo es sus manos es la arcilla moldeable del alfarero, el hierro al rojo vivo del herrero en la fragua, la plastilina del niño. Ni ellos se libran del juego de los duendes…o, quizás entonces aún juegan con los duendes, sus amigos invisibles”…
  El tiempo en sus manos se escapa entre los dedos. Y puede escaparse a puñados, pasando una eternidad en un instante. Es entonces, si ya ha caído, aunque aún no lo sepa, en su red, cuando el hombre sentado junto al fuego mira hacia atrás y le parece que su vida ha pasado en un sueño. ¡No puede ser! Si el hombre siente que su corazón es joven, tiene tantas cosas por hacer, tantas ilusiones por cumplir, tantos sueños por realizar… No puede haber pasado el tiempo tan rápido. No, es imposible. Tiene que ser una mala jugada del duende del fuego. O del agua, de la tierra, del aire; de todos juntos, confabulados para burlarse en su duermevela.
  Otras veces es al revés. Se desliza entre sus dedos como tela de araña, hilo sutil, suspiro de brisa que hace que un instante sea eterno. Que la vida sea una cámara lenta, un desespero infinito, un no llegar nunca al lugar, al momento, a la persona esperada. Las esperas son eternas, como la tristeza. La felicidad hace que el tiempo pase raudo, vuele, se haga intangible se escape, te haga correr tras él, apenas rozándole con la punta de los dedos, pero sin poder asirlo jamás.
  Hoy, de nuevo, el hombre sentado junto al fuego recuerda, intenta recordar.     Hoy ya es consciente de la existencia de su duende del fuego. Porque ahora sabe que es el duende del fuego. No el del aire, en la brisa, ni el del agua, cabalgando en una ola. Está en el fuego. O mejor, en el calor. Ahora está seguro. No sabe cómo ni por qué, pero está seguro.
Lo vislumbró, sin reconocerlo, el cálido mediodía de mayo, buscando la sombra refrescante. Y se enredó en los rojizos reflejos, otra vez la llama, de un cabello. En el rosado mohín de una sonrisa. En la blusa, otra vez roja, que prolongaba la línea de un cuello infinito.
  No lo reconoció ¿O sí, pero no lo recuerda? Tal vez solo lo sueña, anhela que así hubiese sido. No importa si fue así o no. Ahora, para él, fue de esa forma. Sin duda ninguna. Es su realidad. Y nada ni nadie harán que sea de otra manera.
Ya es su rosa. Y punto.
Pasaron días, semanas, meses… Como siempre, volando. Algún recuerdo, el tiempo dilatado, pasa el verano, el otoño, llega el invierno…otro ligero, mínimo destello, un encuentro, un abrazo casual… ¿casual? Si es que la casualidad existe. Poco después todo empieza a girar. El tiempo cambia de sentido. Un día las horas parecen segundos; al siguiente, dos días se convierten en una vida.
  El hombre, junto al fuego, intenta recordar. Cómo, cuando,  por qué… No puede. El tiempo se mueve en todos los sentidos. Unas veces lo siente lento, desesperadamente lento. Otras veces se mueve tan rápido que marea, aturde, confunde…
  No consigue recordar cuando ni por qué se inició una conversación. Debió ser por algo… ¿banal? No consigue recordar. Pero tiene grabado a fuego la sensación, el sentimiento, el anhelo, la confianza que fueron naciendo, creciendo, haciéndose primero un hueco pequeñito y cálido, para poco a poco crecer, erguirse, pasar de chispa titubeante a llama incipiente que lame la madera reseca por el tiempo y estalla en llamarada que deslumbra, aturde y hace retroceder, asustado, al hombre que reposa junto al fuego.
  Pero no. Ahora ya no reposa. Ahora el fuego, el duende del fuego, le hace sentir, anhelar. El tiempo ha vuelto a correr al revés. Todo es un torbellino de locura. Siente deseos nunca sentidos. Un abrazo. Solamente un abrazo. Ha vuelto atrás el otoño, el verano, muchos otoños, muchos veranos. Es una locura imposible. El hombre es joven. No se siente joven. Ahí siguen estando las marcas del tiempo en sus manos, su cara, su cuerpo. ¡Pero es joven! Y es joven porque alguien, desde sus rizos, sus labios y la línea de su cuello lo ve joven. O cree, siente, que lo ven joven. El duende. Sigue ahí.
  ¿Es cierto el sueño junto al fuego? Al hombre, en la tarde-noche del invierno, le gustaría creerlo. Creer que todos sus  sueños por vivir, sus ilusiones por renacer, sus anhelos por cumplir, que todo eso, y mucho más, aún es posible.
  Quiere creer que aún hay tiempo para que todo aquello que dejó pasar, sin rozarlo apenas con la yema de los dedos, cuando pensaba que el tiempo era largo, inmenso, inagotable, que todavía hay un momento, una ocasión para recuperarlo.
  Quiere creer. Pero es el duende el que le hace creer que todo es posible. Que todo aquello que dejó pasar, que dejó para cuando… cuando… cuando… que todo se puede recuperar. Es el duende quien le hace imaginar lo que tal vez nunca fue. Junto al fuego de su invierno somnoliento toma sus recuerdos, los amasa, los transforma, hace con ellos una pura ilusión y, sutilmente, a traición, en la soledad de su duermevela, se los devuelve. Los mete en el más pequeño rincón de su cabeza, tan racional, y en el más cálido hueco de su corazón, tan ansioso de seguir latiendo.
  Entonces cree el hombre, junto al fuego, que no es un sueño. Salta su corazón de alegría, se llena de ternura, se desborda de alegría. Por unos momentos se produce el milagro. Por unos instantes el hombre, que se ha hecho fuego junto al fuego, el hombre, sin dejar de mirar sus manos manchadas por el tiempo, sus ojos rodeados de los pliegues que dan los años, su cuerpo que siente cansado… el hombre, de nuevo, o acaso por primera vez… ¡es joven!
  Y sueña que no es un sueño. Que las manos que se enredan, que se buscan, son una realidad. Que los rizos hacen bailar los reflejos llenando sus ojos de alegría. Que la línea del cuello le abraza, le envuelve, desea volver a abrazarlo. Sueña en sus sueños que está aprendiendo emociones nuevas a las que no sabe poner nombre. El hombre conoce muchos nombres, ha leído muchos nombres, quizá hasta ha escrito muchos nombres. Pero para esto no halla ninguno. Necesita un nombre que sea todo y nada, realidad y sueño. Un nombre que hable de vida nueva sin renuncia del pasado. Que hable de alegría sin dolor, de entrega sin posesión. Un nombre que poder dar a la realidad de su sueño. O al sueño de su realidad.
  El duende del fuego es cruel. Mientras arde un tronco en el hogar pone sentimientos cálidos en el corazón. Hace que el tiempo se detenga. La ternura, el cariño, el ansia de amistad, de dar y recibir, se hacen inmensos. Se desbordan, no quieren terminar de fluir.
  En esos instantes el hombre, aunque sabe que está en un sueño, es feliz. Extraña, sorpresiva e inmerecidamente feliz.
 Los troncos del fuego se apagan. Poco a poco la última brasa va perdiendo su brillo, su calor. Ya la ceniza se enfría. Las manos ya no se enredan en otras manos. Los ojos no se reflejan en otros ojos. Las palabras no se convierten en el eco de otras palabras.
  Y el duende, cruel duende, le recuerda que un sueño solo es un sueño. Que sus ilusiones, sus anhelos, sus fantasías, no son suyas. Él las puso ahí. Es su vida. Él vive en los sueños de otros. Necesita los sueños de otros. Se alimenta y crece con los sueños de otros. Y con sus ilusiones y sus esperanzas. Con sus anhelos y sus recuerdos.
  Y en el frio de las cenizas del hogar le enseña sus recuerdos. Cómo fueron en realidad sus recuerdos. Cómo los soñó reales.
  Y los rizos eran plumas rizadas por la brisa. Los labios eran el diminuto pico del que brotaban los trinos suaves y melodiosos. Y la línea infinita de su cuello era el vuelo que lo llevó lejos, muy lejos. A buscar otras tierras y otras gente.
  Algo había de cierto. Mucho había de cierto. El pájaro, el gorrión, le hacía sentir una atracción irresistible, le hacía amarle, desear tenerlo siempre consigo, darle su compañía y tener la suya. Pero el gorrión necesita volar. Es su razón de ser, de vivir. Y eso es lo que de él le atrae. Su libertad. El hombre quisiera volar con el gorrión, pero está atado al suelo. Lo más que puede ofrecerle es un hombro donde posarse cuando esté cansado.
 Ciertamente… podría cortarle las alas,, atarlas con hilo de oro, o de pasión. Pero ya no sería un gorrión. Libre, travieso, juguetón. Sería una triste sombra de lo que fue.
  Y el hombre, con el último rescoldo, decide, antes de que la brasa sea fría ceniza, con su último atisbo de calidez, abrir las manos donde se enredaron un momento las plumas del pajarillo y ver como se alejaba volando.


  Y… ¡maldito sea el duende!... en su duermevela sueña con que el gorrión, un día, volverá a descansar en su hombro…


DUERMEVELA…



¿Servirá de algo o para algo dejar constancia por escrito de alguna reflexión íntima? Algún día… ¿volverá a ser leída? Cuando el tiempo, en su marcha incansable e implacable, haya hecho correr los días, los meses, los años… o sea, dentro de nada, cuando, de nuevo junto a la lumbre, intentemos ordenar recuerdos, recordar el orden de las cosas que fueron algo en nuestra corta, cortísima vida. Cuando la esperada y temida duermevela quiera adueñarse de nuestros sueños que ya se fueron, de nuestras ilusiones que dejaron de serlo, de nuestros anhelos que ya se nos antojan cosa del pasado. Cuando… ahora ya no recuerdo qué es lo que quería escribir. A lo mejor solo quería, ya no lo sé, burlar, hacer un guiño a la memoria que, traicionera ella, se empeña, cada vez más, en ir haciendo agujeros, abriendo huecos, cerrando ventanas, por las que se van escapando pedazos de nuestra vida. A veces entran por esas nuevas ventanas fragmentos que creíamos olvidados, pero que están ahí, esperando, acechando, buscando el momento propicio para abalanzarse de nuevo sobre nosotros. No sé cuál será su intención, si ayudarnos a revivir y agradecer lo vivido o, por el contrario, vienen a decirme “mira lo que te perdiste, lo que no fue y lo que pudo haber sido…”



La persistencia de la memoria. Salvador Dalí.

  Esta noche, junto al fuego mortecino, junto a los restos calcinados de un viejo pino, el duende del fuego, ese ya viejo conocido, trae añoranzas de pasados recientes, o lejanos, ya no lo sé.       De nuevo juega con el tiempo. De nuevo los años se convierten en días, los días en meses, o minutos. El tiempo ya no es algo continuo, un recta uniforme que avanza siempre a la misma velocidad. Hoy es la bola de un sonajero. No, es el visor de un caleidoscopio, donde los hechos, los sentimientos, las personas de nuestra vida, aun siendo siempre los mismos, como los fragmentos de luz del caleidoscopio, se nos presentan a cada giro de la llama, de una forma diferente, mezclando en luminosa algarabía lo que fue, lo que queríamos, soñábamos que fue, lo que pudo ser y lo que nunca será.
  Y esta noche sueño (o recuerdo… ¡qué más da!) con una mujer joven, una niña, que hizo que por un día, unos años, unos minutos, recobrase una ilusión, que fuese, nó que me sintiese, que fuese joven. Y fui joven de nuevo; en el giro del caleidoscopio se mezclan tiempo, hechos, sueños y realidades.
  Y en el giro del tubo multicolor se mezclan, o me parece que se mezclan, ilusión vana, incluso las personas. Nos hace creer, me hace creer, que los dos nos hacemos uno, que el sueño de uno se hace un todo con el sueño del otro, que la esperanza del otro es la misma que la propia esperanza. Nos hace esperar, desear, que nuestros anhelos y deseos sean siempre los mismos, que las promesas (o los sueños) de eternidad, del para siempre, sean por siempre compartidos.

  El duende que hace girar el caleidoscopio se ríe. A carcajadas. Sabe que la eternidad es un instante, que el siempre dura apenas unos segundos; que los caminos que se veían paralelos nunca fueron juntos. Quizá en algún momento, o en varios, se cruzaron, fueron unos segundos próximos el uno al otro. Pero nunca unidos. Cada uno seguía su ritmo. A veces latieron juntos. Unos instantes, unos meses, unos años. Luego giraba el caleidoscopio y una línea necesitaba apartarse, seguir otro camino durante un tiempo, horas, días minutos… ¿Qué más da? Otro giro. Brillaban colores entremezclados, ilusión de vida nueva, realidad de sueños nuevos. Hasta que algo le hacía parar. Y las líneas, las vidas, los afanes, volvían a cruzarse. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Dos segundos? ¿Dos años? ¡Qué más da! Hasta que las manos invisibles  vuelvan a hacer girar la rueda y de nuevo los colores formen un carrusel de sueños.
  Por un tiempo, por un momento, por una vida, pensé que bastaba que uno lo desease con suficiente fuerza para nuestra vida fuese siempre paralela. No convertida en una sola. Separadas, independientes, pero juntas, siempre juntas.
  ¡Qué iluso! ¡Pensar que la vida de un viejo y la vida de un joven pueden ser paralelas!  Podrá haber admiración, cariño, ilusión por ser lo que el otro es, lo que el otro sabe, lo que el otro siente. El viejo se hará la ilusión de la juventud y el joven deseara la experiencia del viejo. Esperarán… en algún momento creerán haber coincidido. El viejo será joven, porque así se siente. El joven, la joven, será un poco más sabia, porque así se siente. Pero es falso. Un giro más del tubo y las cuentas de colores bailarán de nuevo contra el sol, las vidas, unidas dentro del mismo disco, seguirán caminos distintos. Formaran nuevos sueños, unidos por hilos invisibles, pero sintiéndose cada vez más cercanamente lejanos.



  Hoy, ahora, me siento viejo. Siento, sé, creo, que a cada vuelta  del caleidoscopio las líneas, las vidas, los sueños, se separan más y más. Cada vez les cuesta más y más volver a juntarse, a sentirse próximas. Y creo, siento, sé que un día ya no volverán a unirse. Y quedaré solo junto al último rescoldo, otra vez en mi duermevela.
  O, tal vez, en la vieja casa castellana pueda llegar a encender algunas resecas ramas con las que intentar calentar los ateridos huesos.
  O, tal vez… el duende del fuego deje de jugar



El dolor de los sueños.

En los años de mi vida, que ya son demasiados, he aprendido a no pedir.
Dar, sí…
 Eso nunca defrauda.  Y, cuando no esperas nada a cambio, lo poco que recibas, si algo recibes, es una gran recompensa.
 Una total alegría que hace saltar de gozo el corazón.
 Y, como en la amistad o el amor, cuanto más das, más tienes. El dar, enriquece.
 Si, por añadidura, percibes que aquello que das es apreciado, aunque solo sea en una mínima parte... eso ya puede ser hasta glorioso. E, incluso a veces, tristemente adictivo.


He aprendido que pedir solo sirve para recoger negativas.
 Sufre el corazón del que tiene que pedir.
 Se da con alegría, con esperanza de ser bien recibido. Solo ese bienvenido ya es una recompensa.
 Se pide con temor, con el miedo al rechazo, al no  tajante  y frio o a la excusa suave y razonada, a veces, cuando no al silencio por evasiva. Si no es el reproche por la osadía, el atrevimiento de pedir, de esperar que alguien pueda acudir en tu ayuda.
 Hace muchos, muchos años, que aprendí a no pedir.
 Pedir duele. Es reconocer tu debilidad, tu necesidad. Y parece que no hay nada menos atractivo, incluso triste y amargamente repulsivo, que alguien necesitado. Que alguien que pide.
  Parece que quien tiene de sobra, amigos, bienes, cosas, éxitos, fuerza, juventud... ese es atractivo.
  El acto de dar no precisa que los otros vean en ti cualidades especiales. Parece que es algo que tienen sobradamente merecido por haber tenido la condescendencia de estar un momento a tu lado, de pasar junto a ti. Aunque solo hayan dejado un imperceptible rastro de su aroma. A veces, ni eso.
 Todos tenemos necesidad de todos. Todos, tarde o temprano, necesitamos algo de otros. No importa qué. Siempre necesitaremos algo. Cada vez menos, es cierto, pero... ¿es que cada vez necesitamos menos o es que cada día que pasa aumenta en nosotros el miedo a pedir?
 Ninguno somos seres especiales. Al final.. ¡Somos tan tristemente, cómicamente iguales!
  Y yo... más igual que ninguno. Tristemente, cómicamente igual...
  Hace años decidí, no sé exactamente cuándo, pero hace muchos años, decidí que nadie, absolutamente nadie, me haría sentirme humillado con una negativa. Dolido y humillado.
  Desde entonces me he ido acostumbrando a no pedir, a no esperar, a no poner ilusión en algo o alguien, en no dar a nadie el poder de hacerme daño.
 Autodefensa, creo que llaman a esa actitud. Es posible. Autoprotección.
Porque cada vez las heridas duelen más. Aunque sean pequeñas, son dolorosas.
 Y ya no son las grandes heridas, que antes podías soportar con entereza, las que hacen daño. Ahora bastan los pequeños rasguños, las mínimas desconfianzas, las más chicas deslealtades, las que te hacen encogerte, replegarte, hacerte un ovillo alrededor de ti mismo. Para aguantar el dolor, para disminuir el sufrimiento. Para fingir que sigues siendo fuerte. Para engañarte simulando una entereza que no tienes.
 Tristemente... o quién sabe si afortunadamente…  los sentimientos, la capacidad de sentir, sigue estando ahí, intacta, con todo su poder de seducción, de engaño, de ilusión...
 Y, aunque de tarde en tarde, a veces salta una chispa. Parece que haya llegado algo nuevo que pueda remover algún viejo rescoldo. Es un instante, un momento, un guiño de ojo del duende del tiempo.

 Piensas, sientes, descubres que en tu interior sigue viviendo aquel que un día fuiste. Que en lo más profundo, o esperando a flor de piel, siguen habiendo abrazos que no se han dado, que buscan otros brazos para entrelazarse y hacerse uno.
 Revolotean besos reprimidos que languidecen, que mueren por salir y cobrar sentido al posarse en otra piel, al dar su calor a otro cuerpo.
 Y esa inesperada, deseada chispa, resplandeciente chispa, te deslumbra. Te confunde. Te engaña. Piensas que tal vez estés equivocado, que aún es tiempo de dar un mucho y pedir un poco. Que esa chispa, pequeñita y brillante, puede haberla visto y sentido alguien más.
 Sueñas que lo imposible aún es, puede ser, real.
 Quizás aparezca algún día de primavera en medio de lo que se ha ido convirtiendo, no en otoño, sino ya en un oscuro, triste y helador invierno.
 Aún puede ser tiempo de compartir... ¿seguro? O.. ¿será tan solo otra ilusión más de tantas como aparecen al atardecer, junto a las últimas brasas del cada vez más apagado hogar?
  Quieres creer, necesitas creer, para seguir vivo, que hay algo de realidad en tu sueño.
 Dejas por un momento que tus manos se alarguen, que tus brazos se extiendan, se cierren soñando que ciñen otros brazos. Y hasta un beso, ansioso de volar, salta al aire buscando donde posarse. Una piel, una frente, una mano. Otro sueño.

 El viejo miedo sigue estando ahí. No se ha ido. El miedo al no. El temor al rechazo. El miedo al dolor de pedir.
 Y cada invierno que pasa el miedo aumenta, crece, se convierte en otra cosa. Hasta que ya no es miedo. Se va, poco a poco, convirtiendo en conformidad, en resignación.
 Ya hay tan poco que perder que deja de tener sentido el temor a perder algo.
 ¿Qué puedo perder cuando no tengo nada? No tengo nada. No tengo nada que ofrecer. Al fin todo es un toma y daca. Y si nada puedo ofrecer nada puedo pedir a cambio.
 Ya solo puedo alargar unas manos vacías. Tal vez poniendo en ellas un trocito de corazón. Viejo, cansado por veinte desengaños... pero al fin corazón.
 Un día, una tarde, una noche... un momento de debilidad.
 Y pides algo. No te atreves a pedir un sueño. Sería demasiado. Haciendo acopio de valor, o quizá de inconsciencia, pides. Algo pequeñito, corto, menudo, tiempo... un minuto, menos, el tiempo de un abrazo...  Y contesta el silencio. Y duele.
  Luego disculpas, comprendes, quieres comprender.
 La chispa sigue estando. Aviva el rescoldo. Y enseñas de nuevo tus manos vacías. Con su pedazo de corazón. Y ofreces tu abrazo. No pides ya. Pones un beso. No pides un beso. Los abrazos, los besos, las palabras de cariño no se piden. Se dan. No se piden. Se reciben, no se piden.
 Después, otro día... vuelve la ilusión, la tristeza, la inconsciencia, confías y... crees que puedes pedir.
Vuelves a pedir algo más pequeñito. Ni un abrazo, ni un minuto... tan solo un pensamiento, un recuerdo.
 Esta vez no es el silencio, el lo siento, no puedo...  Es la respuesta malhumorada y el reproche.
 Lo primero no tiene importancia. El cansancio, la inoportunidad, un mal momento.
 Es el reproche por el atrevimiento de pedir un recuerdo, un pensamiento.
 Duele. En lo más profundo.
 Apenas sale un balbuceo... perdona, no quería molestar...
 Y vuelves a tu concha. Encogido. Escondido. Asustado.
 Y ahora los reproches son tuyos.     
Ya habías aprendido a vivir sin pedir nada.. ¿Por qué ahora, de nuevo?
¿Con qué derecho pides nada? Si nada puedes ofrecer a cambio. Solo tienes tus manos vacías.
Es tarde...
Es tu invierno...
Vuelve a tu duermevela junto al fuego que ya no calienta.
 Sueña si quieres. Sueña con gorriones que vuelan libres. Sueña con playas limpias y campos de almendros en flor.                           
Pero sueña junto al fuego.
Tus sueños ahí son más reales.     
Sueña con lo que dejaste por hacer.
Sueña con tus imposibles.
Sueña con tus sueños.
Serán solamente sueños. Mágicos, imposibles, reconfortantes, nostálgicos..

.
 Pero los sueños junto al fuego no duelen tanto.